Asociación Panameña de Psicoanálisis

Y detrás del virus… ¿qué hay?

Jessy Khafif de Angel
Psicoanalista (IPA-APAP)
jessykhafif@hotmail.com

La pandemia ocasionada por el coronavirus quizá sea la primera crisis que ha afectado a
nuestra generación de forma directa e inmediata. Anterior a esta, nuestra participación
ante las distintas crisis humanitarias, económicas, políticas era parcial. Los afectados
éramos o nosotros o ellos y de acuerdo a cada una de las circunstancias sentíamos una
mayor o menor identificación con el padecimiento ajeno.
La distancia afectiva y/o territorial facilitaba proyectar en los demás lo que resultaba
indeseable para nosotros mismos, específicamente la sensación de no poder garantizarnos
el bienestar propio y sentirnos muchas veces impotentes ante la adversidad y la injusticia.
Sin embargo, hoy en día, la pandemia nos ha unificado colocándonos a todos en el
mismo lugar; todos potenciales víctimas de la naturaleza, afectados por un hecho que
amenaza nuestra integridad, en principio, física: el cuerpo. Pero si la posible muerte
ocasionada por la enfermedad es un hecho que compromete al cuerpo, el temor a
morir inherente a la amenaza del virus es un hecho que nos compromete
subjetivamente
. El temor que hoy sentimos no es exclusivo del impacto que el virus y su
proliferación tanto viral como mediática tienen en nosotros. El temor, la ansiedad, la
angustia, son manifestaciones propias del ser humano y surgen de nuestra experiencia
subjetiva, de la forma como nos insertamos en el mundo y de las experiencias que
tenemos con la gente que nos rodea. Las ansiedades habitan nuestra mente
independientemente de que se nos presente o no una justificación desde la realidad
externa.
Muchos opinan que algunas medidas implementadas para la prevención frente a la
pandemia han generado ventajas a nivel ambiental y social. Posiblemente esto sea así y
podemos agregar además la posibilidad que nos ha otorgado la pandemia para eludir
malestares como la angustia y la ansiedad. Es decir, la pandemia al presentarse como el
enemigo universal, ha facilitado desplazar las angustias propias relacionadas a la
fragilidad humana, la desesperanza, la soledad, la finitud de la vida, y atribuirlas a este
mal
. Dicha solución neurótica tiene un efecto encubridor al aliviar parcialmente el malestar
que generan las otras preocupaciones personales fuertemente arraigadas a la identidad
de cada uno. Le permitimos al virus que se adueñe de nuestras angustias, las unificamos
bajo el temor a la enfermedad, creando la falsa ilusión de que si controlamos el contagio,
quedaremos absueltos de las demás preocupaciones. El precio a pagar son los síntomas
obsesivos, paranoicos, fóbicos, hipocondriacos, que han surgido y que al mismo tiempo
debilitan el funcionamiento y producen nuevos malestares.
El simple hecho de vivir implica tolerar la incertidumbre. Pero decirlo es más fácil que
llevarlo a cabo, porque la incertidumbre implica vivir dudando, construir en el presente sin
tener garantías de futuro. Hoy somos testigos de las secuelas que va dejando la
proliferación del virus. La magnitud del impacto del virus ha sobresaltado las inquietudes
conscientes y comunes para todos, mientras encubre al mismo tiempo, los conflictos
individuales, que al pasar inadvertidos no encuentran otros significados fuera de los ya
ofrecidos por los medios. Esto a su vez, exacerba los síntomas, condicionando el
pensamiento e impidiendo distinguir la crisis desatada por el coronavirus de las crisis
existenciales inherentes a cada uno en particular.
¿Y cómo rescatar la posibilidad para pensar sobre todas las versiones y sacar conclusiones
pensadas por uno mismo? La amenaza del virus no puede menos que despertar los
temores catastróficos; temor que nos recuerda lo vulnerables que somos, y que nos hace
desear volver a experimentar la tranquilidad sentida en la infancia cuando se cree que los
padres son todopoderosos e invencibles. A veces las desgracias además de sufrimiento,
también traen alivio, pues ante el tener que lidiar con las imperfecciones de la vida, que
mejor que una crisis haga que aparezcan líderes, autoridades religiosas, padres, que se
erigen desde su lugar de poder y nos rescatan de la incertidumbre, seducidos por su
supuesto saber.
Mientras menos pensemos, mas susceptibles al miedo. Mientras mas miedo, mas
indefensos y mayor es la añoranza por recrear la seguridad de la infancia. Mientras mas
infantilizados, mayor es la urgencia por que aparezcan líderes que nos devuelvan la
confianza, a cambio de renunciar a la preciada libertad, lograda solamente desde la
posibilidad y el acto de pensar sin miedo ni condicionamientos.

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